—¿Nunca has querido saber qué hay más
allá de esto?
Aquella
pregunta jamás debería haber salido de los labios de Jorge y tanto él como yo éramos
conscientes de ello. Sin embargo, decidí darle una oportunidad de arreglarlo.
Dejé que sus palabras se evaporasen en el aire, me di media vuelta y no contesté.
Con
un poco de suerte, nadie se enteraría. A Jorge le perdonarían la vida y no
volvería a hacer una estupidez como aquella. Pero él no pudo apreciar el regalo
que intentaba hacerle. Siempre le culparía por ello, hasta mi último minuto.
—Oh,
venga ya. —Seguía hablando y yo empecé a llorar. ¿Por qué no podía cerrar la
boca? ¿Por qué no podía dejarlo pasar?-. Nadie puede prohibirte pensar, nadie
debería…
El
ruido sordo que silenció sus palabras me desgarró el corazón. No me hacía falta
mirar para saber que mi amigo acababa de caer al suelo, muerto como tantos
otros. Lo habían fulminado como quien acaba con una mosca.
—Date
la vuelta. —Me quedé quieta, temblando para el disfrute de esa voz desconocida.
Si no me movía, tal vez me perdonase la vida—. No voy a repetírtelo, 73.
Así
que obedecí, a sabiendas de lo que iba a suceder. Las lágrimas empaparon mis
mejillas, aunque estuviera prohibido llorar. Apreté los dientes e intenté no
temblar, comportarme de la forma más digna posible.
No
se me daba bien eso de la dignidad. No se me daba bien quedarme callada cuando
me iban a matar. Aquel hombre alto y de fríos ojos azules parecía creer que
apuntarme con una pistola estaba bien solo porque llevaba un uniforme.
—Algún
día te acordarás del número 73.
Él
disparó, impasible. La bala me rasgó por dentro, me rompió el cuerpo y me
atravesó, causándome un dolor que no había sentido nunca antes.
En
aquel trastero de mala muerte, el número 73 dejó de respirar.
Morí.